Fútbol Masculino

Ese amor sin fronteras

Viernes 28 de Julio de 2017
Hasta el estadio Atanasio Girardot llegaron más de 200 hinchas para presenciar la hazaña de la Academia. De la desazón del comienzo a la explosión por la clasificación: n relato desde las entrañas de la tribuna celeste y blanca.
Ese amor sin fronteras
Que alguien, si es lo que puede explicar, nos cuente qué se siente en lo más hondo del pecho cuando, después de haber recorrido 6.916 kilómetros para alentar al equipo de tus amores, un delantero infame anticipa un centro bajo para producir un nudo en centenares de gargantas. Que alguien, si es que lo puede explicar, nos cuente qué tan rápido circula la sangre cuando el milagro acontece y lo que parecía una tragedia se transforma en una fiesta que no se borrará jamás de las retinas. Que alguien, si es que lo puede explicar, nos cuente cómo vivieron los hinchas de la Academia la increíble clasificación a los octavos de final de la Conmebol Sudamericana en el estadio Atanasio Girardot.

Desde que el mundo es mundo, todas las colectividades que debieron emigrar hacia lugares inhóspitos buscaron reunirse para reafirmar la identidad propia en un escenario adverso. Desde que los clubes juegan en el exterior, quienes hacen lo posible y lo imposible por acompañar al equipo eligen juntarse en algún punto céntrico de la ciudad para ir a la cancha en caravana. La seña distintiva, el atuendo celeste y blanco. El punto en común, el deseo de gritar fuerte, bien fuerte, “Racing, mi buen amigo”. Ecosistema peculiar el que se generó en el sector de la tribuna sur destinado al público visitante: policías bostezando por el aburrimiento, vendedores experimentados en subir escalones ofreciendo bandejas paisas e hinchas recordando aventuras diurnas y nocturnas por los distintos rincones de Medellín. Y, de fondo, un fenomenal atardecer a la altura de la belleza de la geografía.

No son muchos los momentos en los que el tiempo amaga con ser eterno. Cuando Leonardo Castro abrió la cuenta, todos creyeron que los segundos se quedarían a vivir en el instante en el que estaban. Ni el equipo respondía ni había argumentos suficientes como para suponer que la pesadilla cafetera concluiría pronto. Alguno se animó a putear pero la verdad es que la mayoría se tragó los sinsabores de un arranque para el olvido y se refugió en el aliento como instrumento para patear la desgracia hacia adelante. Mari y Cata, dos colombianas que se instalaron en uno de los extremos de la popular mostrando con orgullo sus camisetas, se sentaron de golpe una al lado de la otra sin terminar de entender cómo es que la historia se había complicado tan rápidamente.

Uno se agarró la cabeza. Y el otro también. Y el de más allá hizo lo mismo. Costaba comprender por qué en menos de media hora el periplo se había transformado en tortura. Otro gol y, encima, casi un calco del primero. Por ahora, afuera; por ahora, a casa. Hubo algunos que apelaron al incansable canto para atemperar la situación. Pero desde adentro no se ofrecían caminos para encontrar la luz y los de afuera ya no podían ocultar tan fácilmente el malestar por una actuación que se hundía en un vaso de agua. “Todavía no pateamos al arco”, le dijo un tipo joven al que tenía al lado. “Me conformo con que no llegue el tercero”, le respondió el compañero de fila.

Es la mejor forma de describirlo: un guiño del destino. Un córner que no salió, un rebote que cayó de nuestro lado, un centro que partió perfecto del botín zurdo del que más promete y un cabezazo salvador que despertó los rugidos dormidos. Motivo suficiente para invitar a la disfonía a acompañar la expedición sudamericana. Razón evidente para intuir que, de ahí en más, ya nada podría ser tan terrible. Que naufragio ni naufragio: el descuento del Pulpo demostraba que, si los méritos brillaban por su ausencia, la suerte no nos había dejado tirados en esta parada brava. 

¿Abandonar? ¿Por qué? Si el Che Guevara dijo una y mil veces que la única lucha que se pierde es la que se abandona. Y Zaracho se encargó de pelearla y de sacar de la galera la chance de empatar desde los doce pasos justo cuando ellos se venían con todo nuevamente. El remate de Cuadra fue tan potente como desinhibido pero varios ni miraron dónde se terminó colando la pelota: era tal la alegría por ser testigos de una quimera inimaginable cuando promediaba la primera parte que se dejaron arrastrar por la explosión y pusieron los ojos de cara al cielo para agradecer eso que resultaba difícil de creer. 

Y entró Licha y los rivales se descontrolaron y se quedaron con nueve y, en ese torbellino de ánimos contradictorios que es el fútbol, ahora la sonrisa era nuestra y la desesperación, ajena. Antes de que el ritual moderno de las selfies estallara en mil toques de pantalla, hasta se escuchó un tenue “ole” que se apagó enseguida debido a que la clave de la noche no estaba en la brillantez deportiva. El bombazo de Mansilla, cuando la clasificación era casi un hecho, se gritó con fuerza no porque modificara el desenlace de la serie sino porque terminaba de liberar las tensiones acumuladas durante la seguidilla de desconciertos. Con la promesa de llevar el amor adonde las circunstancias lo demanden, la invitación –“El que no salta, no va a Brasil”- quedó sobre la mesa para que la oigan aquellos que sienten que, al menos de a ratos, no está nada mal que el motor de la existencia se vuelva una bandera.

Crédito fotográfico: Prensa del Deportivo Independiente Medellín.

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