50° Aniversario

"Volver al Centenario me llena de emoción"

Martes 31 de Octubre de 2017
El Chango Cárdenas regresó al estadio en el que convirtió el gol más importante de su carrera y lo hizo de la mano del sitio oficial. Leé la crónica de una visita que ya está guardada en las mejores páginas de nuestra historia.
El dedo índice de la mano derecha de Juan Carlos Cárdenas apunta hacia el rincón en el que su vida se volvió otra vida. La camperita azul lo protege un poco del viento y la luz que irradian sus ojos hace que la lluvia, que no para de caer desde que el barco pisó suelo montevideano, no se anime a rozarlo. Los ojos le serpentean y las cejas suben y bajan ante cada pequeño relato que se cuela dentro del gran relato. Y, con la calidez de un goleador que nunca se creerá una estrella, frota la mano por la espalda del que tiene al lado con un gesto paternal que invita a quedarse escuchando una y mil veces la más académica de todas las hazañas académicas. “Es una enorme emoción estar otra vez acá. Me levanté a las cinco, me duché y arranqué para la cancha que me dio tantas satisfacciones. ¿Qué más puedo pedir?”, desliza cuando algún atrevido le recuerda que pasaron ya 50 años del zurdazo que le permitió a Racing consagrarse campeón del mundo. 

El Chango se para en el punto exacto en el que recibió el pase de Juan Carlos Rulli. A los 72 años, el cuerpo todavía le responde –“jugué hasta los 70 sin ningún problema entre los veteranos”, confiesa con orgullo-. El público le pide que repita la jugada irrepetible y él no arruga. La memoria no lo traiciona: recibe con la cara interna de la zapatilla, perfila el cuerpo para salir hacia su izquierda y, ya sin tanta velocidad como en la final del 4 de noviembre de 1967, enfoca el arco que da a la Tribuna Colombres. Quizás por temor a errarlo, elige pisarla con la suela y no buscar el ángulo. Sin embargo, con la calidad intacta, igual se las arregla para sacudir el césped con una ternura de crack: “Parece que todo ocurrió ayer. Pero ya lo sé: entre una cosa y otra, se fue medio siglo. Igual siento como si estuviera volviendo de golpe a la juventud”.

Lo reciben en las oficinas del Centenario como a un ídolo. Lo miran las empleadas sin terminar de advertir si ese señor es el mismo que quebró la resistencia de Sean Fallon, el arquero del Celtic, y lo abraza Mario Romano, director del estadio construido para el Mundial de 1930, con la admiración de quien sabe que enfrente tiene a un elegido. Como de costumbre, el Chango contesta con una mueca amable y, cuando nadie lo escucha, se anima a decir que en ningún instante de aquella tarde gloriosa se imaginó que sería ídolo para siempre. ¿Y qué se necesita para ser ídolo para siempre? Las cuentas nunca son exactas pero él elabora su propia aritmética: “Algo de suerte siempre hace falta pero lo fundamental es el sacrificio. Cuando llegué a Racing en 1962, el hombre que me trajo a Buenos Aires me llevó a comer a una cantina en La Boca con Carlos Peucelle y con el Chueco García. Ellos no tenían idea de quién era yo. Pero me dijeron a coro que, si quería triunfar, tenía que aprender a patear con las dos piernas. Les hice caso de inmediato y mal no me fue: siendo diestro, hice los dos goles más importantes de mi carrera de zurda”.   

Las cosas no suceden porque sí. Y menos adentro de un partido. Y menos que menos en una final de Copa Intercontinental. El Chango es consciente de que los que lo acompañan en la travesía no lo vieron jugar. Y por eso, en vez de arrasar con el pollo relleno con ensalada que le traen de almuerzo, prefiere ensayar una crónica que le dé sustento a la decisión que lo condujo directamente a nuestro cielo. Primero, los nombres: no estaba Juan Carlos Mori; Rulli fue el cinco; Humberto Maschio, el ocho; y João Cardoso, Norberto Raffo, Juan José Rodríguez y Cárdenas, los delanteros. Segundo, el fútbol: el Yaya Rodríguez y él se rotaban para retroceder a la línea de volantes y, en la jugada memorable, el Yaya se recostó contra la derecha y fue el Chango el que quedó como mediocampista. Tercero, su talento: controló, levantó la cabeza, se dio cuenta de que nadie le tapaba el ángulo de tiro y, pese a tener compañeros libres, buscó ponerla contra el palo. Y cuarto, su inconfundible sentido del humor: “Messi aprendió de mí a tirarse atrás como falso nueve”.     

Vale la pena repetirlo: no para de llover. Pero el Chango se siente otra vez un pibe y se empecina en arrimarse a uno de los túneles. “Fijate si podemos ir hasta allá. Es que ahí fui a festejar el gol”, justifica como si hubiera alguien que pretendiera detenerlo en este reencuentro para la historia. Camina sin pausa, esquiva un charco y controla como puede las ganas de ponerse a correr. Lo que viene es para transformarse en puro oído: “Fue como una película. Cuando vi la que la pelota empezaba a bajar, sentí que el arquero no llegaba. Y empecé a correr con los brazos levantados, como hacía siempre. Cuando entró, al primero que vi fue a Pizzuti, me le tiré encima y quedé de cara a la tribuna de Racing. Tengo todavía la imagen de dos hinchas abrazados. Y esa sensación me va a acompañar siempre”.  

Las nubes se van cuando el atardecer arranca a pedir permiso. Atrás está el palco de honor desde el que contempló la inmensidad que supo ser suya. Atrás está ese cosquilleo en la panza que no lo abandonó en toda la jornada. Y en el aire, la duda: ¿es la vida un cuento? O, dicho de otro modo: ¿puede soñar algo más un chiquito nacido en los suburbios de Santiago del Estero a mediados de la década del cuarenta que hacer un gol que lo deposite en la inmortalidad? Para respuestas, basta con latir junto al dedo índice que sigue, sigue y sigue apuntando a un ángulo que, a esta altura, ya está guardado en nuestro corazón.