El Club

Nos hacemos el regalo, Chino

Viernes 05 de Junio de 2020
En el día de su 41° cumpleaños, generamos ida y vuelta: agasajamos a Sebastián Saja con la publicación del cuento que escribió para el primer volumen de Pelota de papel, una compilación de textos de futbolistas. Y de paso nos damos el placer de reproducirlo con el dibujo que ilustra el texto en el libro. ¡Salud, campeón! 
Nos hacemos el regalo, Chino
Atajada al cielo

Creo recordar que todo empezó en el fondo de mi casa de Coronel Brandsen, en el barrio La Dolly, donde mi viejo con los troncos de leña, que nos abrigaban en los inviernos, improvisaba un arco de fútbol. Tal vez por ese espíritu futbolero del viejo es que siendo tan pequeño me mandaba al arco para satisfacer su sed de goleador. Y a mí me gustaba intentar llegar a esas pelotas que rozaban los troncos.

A la que no le gustaba nada era a mi vieja, que veía como destrozábamos las plantas que, con mucho amor, como todo lo que hacía la vieja, cuidaba.

Para que las plantas se pudieran lucir en el fondo de casa, mi abuelo Victorio me llevó al club en el que alguna vez supo, justamente, sentenciar a más de un arquero. Fuimos a Atlético y Progreso, el rojiverde, donde ya no eran los troncos mis aliados si no un arco de caño con un travesaño tan alto que para mí rozaba las nubes.

Ya no había rezongos en silencio de la vieja por cada pétalo perdido: lo que había era su rico pastel de papas que me llenaba de energía por las noches después de cada revolcada en el club.

Aquel equipo de la 79 fue de lo mejorcito que se recuerda en el pueblo. La categoría fue campeona cada año. Un equipo que goleaba en todos lados. Un día del que no recuerdo bien la fecha ni la estación del año, pero sí muy bien el marcador, la 78 fue a jugar con Lanús. Y como el arquero de la 79 era bueno, a la cancha de Lanús me mandaron. Aún memorizo el 0-8 que podría hacer renunciar a cualquier joven arquero a un puesto de ingratitudes y de desilusiones abundantes, pero, lejos de eso, empezaba a formar lo que es indispensable para esa posición: mi personalidad. Sólo la palabra de la vieja pudo menguar tanta tristeza: "Tranquilo Seba, pensá cuántos más se hubiesen comido con otro arquero".

Un aviso clasificado cambió mi vida para siempre y no por el desenlace de mi carrera profesional, sino porque por primera vez rompía el cascarón del pueblo y mi viejo me llevaba a la Capital Federal a intentar en un club grande. Aquel aviso anunciaba la prueba de jugadores.

Aún tengo grabada la imagen del entrenador, después de dos meses de prueba, acercándose a mi mamá, que aguardaba cada día sentada en un banco de cemento con una canasta a su lado, que tenía el termo y el mate que compartía con quien se acercara para apaciguar esa larga espera de tres horas de entrenamiento. Fue y le preguntó:

-Señora, ¿trajo el documento de Sebastian?

-Sí-, le respondió.

-Muy bien: lo vamos a fichar.

Los años siguientes transcurrieron entre viajes interminables de Brandsen a Capital. Los primeros años, entre mi abuelo y mi mamá, se turnaban para llevarme y esperarme. Ya de adolescente aparecieron esos hermosos recorridos, combinando tren, colectivo y dedo.

La felicidad de jugar y de divertirme atajando en aquellos años sólo era comparable con el café con leche que la vieja me traía cada mañana a la habitación.

Vino el tiempo de hacerme profesional y, con ello, mi independencia. Pero ahí estaba: preparado y dispuesto a afrontar una vida poblada de responsabilidades.

Ya no eran los troncos de leña o aquel travesaño inalcanzable mi protección. Ahora, en su lugar, había arcos que eran testigos mudos de la historia del fútbol, con canchas de verde césped y con tribunas plenas de gente.

Lo que todavía existía era ese deseo, esa ilusión como cuando atajaba en el fondo de mi casa y soñaba con llegar a esas pelotas imposibles y que pudiera enorgullecerme del comentario popular del cómo hizo para sacarla. Durante muchos años, respondía que el sueño de llegar al tronco o aquel travesaño del Progreso era lo que hacía que pudiera atajar una pelota de gol.

Con los años, dicen que uno se hace mejor arquero y ahí es cuando suceden las atajadas de cuentos.

Pero yo no digo que sean los años: para mí, son los sueños.

Y yo ya no sueño con el tronco, ni con aquel travesaño infinito de mi niñez.

Yo sueño con hacer la atajada de mi vida, una volada que me despegue tanto del suelo que me saque del estadio, donde el lente angular de los fotógrafos no llegue y por fin pueda alcanzar el cielo y sentir, como cuando era un niño, rozar la pelota para desviarla al córner, y ya no será la pelota lo que sienta en mis manos, ya no será el murmullo de una popular llena lamentándose por el gol que no fue. En su lugar, sentiré sus manos y su voz diciéndome "Te amo, hijo".


Pelota de Papel. Editorial Planeta. Derechos reservados. Agradecemos el permiso de reproducción

Dibujo: Flor Ballestra.